EL CORONEL NO TIENE
QUIEN LE ESCRIBA
(Síntesis)
El coronel... volvió
a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y
salió a la calle con el gallo bajo el brazo.
Todo el pueblo
-la gente de abajo- salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela. Un
negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello
vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto
un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el
coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan
largo el camino de su casa.
No se
arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor,
estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la
gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo
con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue
interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido,
escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la
música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos.
Cruzó por la
calle paralela al río, y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los
remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el
interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió
absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran
los desperdicios de la ovación de la gallera.
En la puerta se
dirigió a los niños.
-Todos para su
casa -dijo-. Al que entre lo saco a correazos.
Puso la tranca y
se dirigió directamente a la cocina. Su
mujer salió asfixiándose del dormitorio.
-Se lo llevaron
a la fuerza -gritó-. Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo
estuviera viva.
El coronel
amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro, perseguido
por la voz frenética de la mujer.
-Dijeron que se
lo llevarían por encima de nuestros cadáveres -dijo-. Dijeron que el gallo no
era nuestro, sino de todo el pueblo.
Sólo cuando
terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer.
Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión.
-Hicieron bien
-dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó, con una
especie de insondable dulzura-: El gallo no se vende.
Ella lo siguió
hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo
estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un
rollo de billetes, lo juntó al que tenía en lo bolsillos, contó el total y lo
guardó en el ropero.
-Ahí hay
veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-. El resto se le
paga cuando venga la pensión.
-Y si no
viene... -preguntó la mujer.
-Vendrá.
-Pero si no
viene...
-Pues entonces
no se le paga.
Encontró los
zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón,
limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su
esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.
-Los zapatos se
devuelven -dijo el coronel-. Son trece pesos más para mi compadre.
-No los reciben
-dijo ella.
Tienen que
recibirlos -replicó el coronel-. Sólo me los he puesto dos veces.
-Los turcos no
entienden de esas cosas -dijo la mujer.
-Tienen que
entender.
-Y si no
entienden...
-Pues entonces
que no entiendan.
Se acostaron sin
comer. El coronel esperó a que su mujer terminara el rosario para apagar la
lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y
casi en seguida -tres horas después- el toque de queda. La pedregosa
respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada.
El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada,
conciliatoria.
-Estás
despierto.
-Sí.
-Trata de entrar
en razón -dijo la mujer-. Habla mañana con mi compadre Sabas.
-No viene hasta
el lunes.
-Mejor -dijo la
mujer-. Así tendrás tres días para recapacitar.
-No hay nada que
recapacitar -dijo el coronel.
El viscoso aire
de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a
reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos,
todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba
despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca.
-Estás desvelado
-dijo la mujer.
-Sí.
Ella pensó un
momento.
-No estamos en
condiciones de hacer esto -dijo-. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos
pesos juntos.
-Ya falta poco
para que venga la pensión -dijo el coronel-.
-Estás diciendo
lo mismo desde hace quince años.
-Por eso -dijo
el coronel-. Ya no puede demorar mucho más.
Ella hizo un
silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no
había transcurrido.
-Tengo la
impresión de que esa plata no llegará nunca -dijo la mujer.
-Llegará.
-Y si no
llega...
Él no encontró
la voz para responder.
Al primer canto del
gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso,
seguro, sin remordimientos.
Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El
coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos
matinales, y esperó a su esposa para desayunar.
Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se
sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro
acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la
sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las
begonias.
-Es hora del almuerzo -dijo.
-No hay almuerzo
-dijo la mujer.
Él se encogió de
hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los
niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida.
En el curso del almuerzo el coronel
comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo
alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido
todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó
una lágrima.
Fijó
directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios,
se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.
-Eres un
desconsiderado -dijo.
El coronel no
habló.
-Eres caprichoso,
terco y desconsiderado -repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero
en seguida rectificó supersticiosamente la posición-. Toda una vida comiendo
tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.
-Es distinto
-dijo el coronel.
-Es lo mismo
-replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que
tengo no es una enfermedad, sino una agonía.
El coronel no
habló hasta cuando no terminó de almorzar.
-Si el doctor me
garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en seguida
-dijo-. Pero si no, no.
Esa tarde llevó
el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis.
Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos
abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo
hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.
Masticó
oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se
dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.
-No quiero
morirme en tinieblas -dijo.
El coronel dejó
la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse
de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de
enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el
gallo.
Pero se sabía
amenazado por la vigilia de la mujer.
-Es la misma
historia de siempre -comenzó ella un momento después-. Nosotros ponemos el
hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta
años.
El coronel
guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si
estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso,
fluyente, implacable.
-Todo el mundo
ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un
centavo para apostar.
-El dueño del
gallo tiene derecho a un veinte por ciento.
-También tenías
derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra
civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de
hambre, completamente solo.
-No estoy solo
-dijo el coronel.
Trató de
explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta
cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y
se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en
la madrugada.
Ella apareció en
la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La
apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.
-Vamos a hacer
una cosa -la interrumpió el coronel.
-Lo único que se
puede hacer es vender el gallo -dijo la mujer.
-También se puede
vender el reloj.
-No lo
compran.
-Mañana trataré
de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.
-No te los da.
-Entonces se
vende el cuadro.
Cuando la mujer
volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su
respiración impregnada de hierbas medicinales.
-No lo compran
-dijo.
-Ya veremos
-dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz-.
Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se
pensará en otra cosa.
Trató de tener
los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una
substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un
significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el
hombro.
-Contéstame.
El coronel no
supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo.
La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía
fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la
lucidez.
-Qué se puede
hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.
-Entonces ya
será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por
ciento lo pagan esa misma tarde.
-Si el gallo
gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede
perder.
-Es un gallo que no puede perder.
-Pero suponte
que pierda.
-Todavía faltan
cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.
La mujer se
desesperó.
-Y mientras
tanto qué comemos -preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela.
Lo sacudió con energía-. Dime, qué comemos.
El coronel
necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a
minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en
el momento de responder:
-Mierda.
(GABRIEL GARCIA MARQUEZ)
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